Un
diputado del Congreso: "la fiesta de los toros forma parte de la
manifestación cultural más importante que hay en España". Un director
teatral a El Mundo: "al toro se le venera en el ruedo", "el toreo es
poesía y el matador, un poeta", "los toros son un acto didáctico y
metafórico"
Con
el debido y merecido respeto a estos señores (pues tiene toda la razón
el director teatral en que a nadie que acude a una plaza se le debe
llamar asesino, faltaría más) creo que debatir sobre las corridas de
toros es también hacerlo sobre la convivencia con el sufrimiento ajeno:
disfrutar con un cruento espectáculo que pasa por martirizar a un animal
a base de puyazos, arpones y demás, o tener presente el dolor del toro,
y su sistema nervioso.
Sin olvidarse de que otros
rituales completan el arraigo de someter a los toros acosándolos con
coches de desguace, o atravesándolos con una lanza como un palillo en
una aceituna. La tradición manda.
Hace años un
torero no mató al toro ni a la primera, ni a la segunda, ni a la sexta.
En el programa rosa de turno sólo se hizo chufla de tal escarnio, de
forma similar a la crónica de un periódico que calificó de “sesión de
acupuntura” clavar una banderilla cerca de la oreja derecha y otra en la
pata delantera de un becerro. Es un lenguaje paradójico, éste de los
toros, porque te puedes topar con las declaraciones de un torero que
dice que aprovecha cada faena “para desarrollarse como persona” y otro
convencido de poder “reventar a un toro”.
A mí me parece más consecuente el segundo.
A mí me parece más consecuente el segundo.
En la imagen, portada de un libro de Manuel Vicent (Aguilar, 2001), conocido detractor de las corridas de toros.
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